lunes, 13 de junio de 2011

Reseña "El Descubrimiento de las Brujas"



 Autor: Deborah Harkness
Editorial: Suma de letras
Páginas: 790
ISBN: 978-84-8365-219-0
Encuadernación: Tapa dura con sobrecubierta.
Sinopsis: En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Diana Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782. Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Diana intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Diana no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la biblioteca.
Una de esas criaturas es Matthew Clairmont, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Diana se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado.

Mi opinión: Cuando comencé a leer este libro, me dio la impresión de que tenía un gran parecido con la historia de Crepúsculo, pero estaba muy equivocada. Sí, hay una historia de amor prohibida entre un vampiro  y una bruja, pero la aparición de la orden de los caballeros de Lázaro y los manuscritos alquímicos le aporta un carácter medieval a una novela ambientada en pleno siglo XXI, lo que hace que la historia dé un giro inesperado. También la aparición de los daimones, que es una especie de mezcla entre brujas y humanos, le da un toque especial. Tengo que reconocer que estas criaturas me han sorprendido, sobre todo Sophie.

En cuanto a los sentimientos y sensaciones que hay en esta novela, me llegaron por completo. Me envolvieron tanto que incluso yo misma sentí frustración con Diana cuando no podía usar sus poderes, el amor que profesaba a Matthew o las sensaciones que tenía al ser observada por otra criatura.
Por último, me gustó mucho el detalle de la casa encantada (ya me gustaría a mí tener una así) y la gata negra de la tía de Diana. Incluso las brujas del siglo XXI deben conservar sus tradiciones, ¿no es así?




jueves, 9 de junio de 2011

¿Qué es el verano?

El verano. Es tiempo de calor. Es estudiar para esos exámenes finales,  no hacer otra cosa aparte de sentarte en el escritorio de tu habitación delante de un libro abierto, memorizando cada palabra que hay allí escrita. Y después del fin de curso, es tiempo de salir, de divertirse, de darse el primer baño en la piscina. Es ir a la tienda a comprar un bikini, y probarte al menos diez distintos para luego quedarte con el primero que viste. Es ir de vacaciones con tu familia, o sola, y ver el mar. Y bañarte en las cristalinas aguas, mecida por las olas y arrullada por la brisa marina. Después, tumbarte en las doradas arenas a tomar el sol para ponerte morenita.

Es quedar con tus amigas para daros un baño en el río, pero sólo meter un dedo del pie en el agua porque está helada. Es un día de acampada con ellas y pasar toda la noche entre risas, recibir las regañinas de los vecinos, quedarse en silencio unos minutos, y volver a estallar en carcajadas. Es levantarse al día siguiente, muerta de sueño, y tirarte de cabeza a la piscina para despertarte. 

Son las fiestas del pueblo. Ponerte la camiseta de la peña y quedarte toda la noche por ahí.
Son esos días que de calor cuando estás en casa y ni todos los ventiladores del mundo podrían quitarte ese calor sofocante que se te pega a la piel.

Y por último, son esos últimos días que todos aprovechamos al máximo antes de volver a clase. Esos días de comprar libros, mochilas nuevas y de prepararse para volver a la rutina. 
Esta es mi opinión sobre el verano.

¿Qué pasaría si el verano no existiese? Que yo no estaría escribiendo esto.

lunes, 6 de junio de 2011

Vidas entre escombros

Keiji caminaba con pasos temblorosos. Aiko iba a su lado, observándolo todo con los ojos muy abiertos, pero en ellos no había ni una sola lágrima. Otras personas iban por las mismas calles que ellos buscando a sus seres queridos. El tsunami se lo había llevado todo, sin distinguir a unas personas de otras. Llegaron al lugar donde había estado su casa. Ahora ya no quedaba nada. Un amasijo de vigas y escombros ocupaba el lugar donde había estado su hogar. Aiko pisó algo blando. Levantó el pie para ver de qúe se trataba. Era una muñeca. Se agachó para recogerla. Había sido el regalo que le hizo Keiji cuando se mudaron a aquella casa para vivir juntos. La muñeca todavía conservaba su ropa: un kimono azul oscuro decorado con estrellas brillantes, imitando al firmamento nocturno. El torrente de recuerdos se desató en su mente como un animal encerrado al que le hubieran abierto la puerta de su jaula. Pero no podía llorar, en ese momento no. Abrazó con fuerza a Keiji, que la sostuvo entre sus brazos. Tiró de ella para alejarla de allí. Aiko miró por última vez los restos de su casa.

Esperaba regresar algún día, pues una parte de su vida se había quedado con aquella casa.


viernes, 3 de junio de 2011

La reina guerrera

Tenía que darse prisa. Espoleó a la yegua alazana que montaba. El animal ya no podía ir más rápido. Al llegar a la puerta del palacio tiró fuertemente de las riendas, haciendo que la yegua se encabritara. Bajó de un salto y al instante dos guardias le cerraron el paso. Ya esperaba encontrarse en esas circunstancias. Los dos guardias portaban largas picas, amenazando con ensartarla si no tenía la suficiente agilidad. El primero se acercó a ella enarbolando la pica y descargó un potente golpe directo a su pecho. Syrah desenvainó la espada que llevaba sujeta a la espalda justo a tiempo de parar el golpe, con la mano libre agarró la pica del hombre y le ensartó con su espada. Se volvió hacia el otro guardia, que viendo la suerte que había corrido su compañero, se apresuró a entrar en el palacio a dar la voz de alarma. Syrah no se molestó en perseguirle. Esbozó una sonrisa. Más guardias significaban más diversión para ella. "No", sacudió la cabeza para quitarse ese pensamiento de encima. Más guardias significaban perder más tiempo. Limpió la sangre de la espada en la ropa del hombre y se adentró con pasos rápidos en el palacio. No había ningún criado en los pasillos, estaban todos pendientes de la coronación. Giró a la derecha por un pasillo lleno de escudos de armas de otras casas nobles y se topó con un grupo de cinco hombres más. Los soldados, al verla, desenvainaron sus espadas. Syrah ya tenía la suya en la mano derecha. Sopesó sus posibilidades. El de la izquierda del todo no sabía ni sostener bien el arma, y los demás confiaban demasiado en su superioridad numérica. Atacaron todos a la vez. "Empieza el baile", pensó Syrah. Centró su objetivo en el soldado menos experimentado, esperó hasta tenerlo justo encima de ella y le cortó el cuello limpiamente con la espada. Aprovechó la fuerza de su impulso para parar una estocada directa a su abdomen. Con la mano libre sacó una de las dagas que llevaba en el cinturón y se la clavó a otro soldado en las costillas. Sólo quedaban tres, que inteligentemente se habían alejado unos pasos de ella. La habían subestimado, y eso les había costado la vida de dos hombres. Esta vez fue Syrah quien atacó. Cruzó su espada con la del soldado y le dio un rodillazo en la entrepierna que lo hizo caer de rodillas. Le clavó la daga en el pecho. Se giró justo a tiempo para ver cómo el siguiente soldado descargaba su arma sobre ella. Se tiró al suelo y rodó para esquivar el filo del arma. El otro soldado se mantenía al margen, observando cualquier posibilidad de alcanzarla si bajaba la guardia. "Cobarde", pensó. Se levantó con rapidez, justo a tiempo para parar otra estocada del soldado. Con la daga hizo palanca entre el filo de las dos espadas y le arrancó el arma de las manos, que cayó a unos metros de ellos. El soldado se miró las manos atónito. Luego alzó la vista, siguiendo con los ojos la trayectoria de la espada de Syrah, que se clavó en su abdomen. Syrah, sin sacar la espada de su cuerpo, giró la cabeza para mirar al soldado que quedaba, que tiró su espada al suelo y salió corriendo para alejarse de ella. "Cobarde", volvió a pensar. Con la mano libre y una rapidez inusitada sacó otra daga de su cinturón, un poco más corta que la anterior, y la lanzó hacia el soldado. El arma se clavó entre sus omóplatos, atravesándolo y haciéndolo caer al suelo. Syrah extrajo su espada del cadáver y recuperó la daga, devolviéndola a su funda. Ya no podía permitirse perder más tiempo, o Sean sería coronado rey antes de que ella pudiese hacer nada. Se dirigió a la sala del trono. De una patada abrió las enormes puertas. Los murmullos de la sala cesaron y los ojos de más de cien nobles se dirigieron hacia ella. Debía tener un aspecto aterrador, pensó, empuñando una espada en una mano y una daga en la otra, y cubierta de sangre de pies a cabeza. Las damas allí presentes soltaron un gritito agudo. Syrah estaba segura de que alguna de ellas se desmayó. Sobre el estrado donde se hallaba el trono, el chambelán real tenía la corona entre sus manos, dispuesto a colocársela a Sean sobre la cabeza.


-¡Alto! ¡El hombre que está ahí arriba es un impostor! -gritó señalando a Sean. El chambelán se quedó paralizado con la corona en las manos.

-¿Cómo osas interrumpir esta ceremonia, plebeya? -Sean, indignado, la fulminó con la mirada.

-¿Plebeya? ¿Es que ya no me reconocéis, príncipe Sean? -dijo ella, recalcando las dos últimas palabras con tono de burla.

Entonces Sean se tapó la boca con las manos y ahogó un grito. Syrah continuó hablando.

-Me llamo Syrah, y soy vuestra reina.

Diana

El funeral fue muy sencillo, carente de lujos, como a ella le habría gustado. Acudió poca gente a la misa, y también al cementerio. Matthew depositó la urna que contenía las cenizas de su hermana en el pequeño ataúd blanco, decorado con rosas rojas. Sus flores favoritas. Pero ella no estaba allí para disfrutar de su vista. Matthew se alejó caminando cabizbajo, sorteando las hileras de lápidas, ignorando a los compañeros que se acercaban para expresarle sus condolencias. No quería su compasión. Quería alejarse de aquel lugar cuanto antes. Aceleró el paso y salió corriendo del cementerio. Llegó a la puerta de su casa, una mansión de estilo victoriano. Sacó las llaves del bolsillo de su chaqueta y con manos temblorosas abrió la puerta. En el interior de la mansión no había nadie, le había dado el día libre al personal. Subió los peldaños de la enorme escalera de la entrada. Sus pasos apenas sonaban sobre la moqueta roja que cubría todo el suelo. Su color favorito…. Sin darse cuenta, se encontró frente a la puerta de la habitación de su hermana. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, entró. Todo estaba tal y como ella lo había dejado. El pequeño escritorio blanco donde ella hacía los deberes, la cama con dosel de tela roja, las cortinas de terciopelo del mismo color… Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas, dejando húmedos surcos en ellas. Cayó al suelo de rodillas y soltó un grito desgarrador. “¿Por qué ella?” ¿No tenían suficiente con haberse llevado a sus padres?

 Entonces una cascada de recuerdos inundó su mente. Diana, su hermana, tocando el piano. Era excepcional. Aquella noche iba a tocar en un concierto en representación de su instituto. Ahora lo entendía. Envidia. Alguien quería tocar en lugar de Diana, y esa era la mejor manera de quitársela de encima. Matthew maldijo en silencio a esa cruel persona capaz de hacerle semejante cosa a su hermana.

 Mientras se hallaba sumido en sus pensamientos, empezó a escuchar una tenue melodía. Alzó la cabeza y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. El sonido parecía proceder de la sala de música. Matthew se incorporó y se dirigió con paso inseguro hacia allí. El volumen de la melodía iba aumentando a medida que se acercaba a la sala. Abrió la puerta. Allí estaba. El piano de Diana. La melodía salía de él. Matthew se acercó al instrumento y abrió los ojos, sorprendido por lo que allí estaba viendo. Las teclas del piano se movían como si alguien las estuviese tocando, pero allí no había nadie. De repente, una figura etérea y semitransparente se materializó ante sus ojos sobre el banco del piano. Matthew ahogó un grito. La niña lucía un vestido blanco, y un lazo del mismo color le sujetaba los rizos dorados, dejándolos caer delicadamente en cascada sobre los hombros. Sus ojos eran como dos zafiros centelleantes sobre su pálido rostro. Sus dedos se movían ágilmente sobre las teclas del piano. Matthew no pudo reprimir las lágrimas. Era Diana, su hermana… Cerró los ojos, dejando que las lágrimas resbalasen por sus mejillas.

 Se prometió a sí mismo que nunca se desprendería de aquel instrumento. El espíritu de Diana estaba ligado a él.

 Desde aquel día, todas las noches iba a la sala de música a ver a Diana. A escuchar la canción que su hermana nunca llegó a tocar…

La última batalla

La muralla de la ciudad sagrada se alzaba orgullosa. El capitán oteaba el horizonte. El ejército sarraceno seguía allí, y sus tropas cada vez se iban haciendo mayores. Su escudero se acercó a él.
-Señor, los espías me han comunicado que los sarracenos se están reagrupando. Planean lanzar un último ataque con todo lo que tienen. Si lanzan una ofensiva a esta escala dudo que podamos aguantar más.
-Avisa a todos mis hombres de que se preparen para la batalla inminente. Los quiero a todos en la plaza inmediatamente preparados para luchar.
El escudero se alejó presuroso a cumplir las órdenes de su amo. Pasado un tiempo, el capitán templario se dirigió a la plaza. Sus hombres le estaban esperando, ataviados con unas relucientes armaduras decoradas con la cruz de la Orden del Temple. Los templarios, al verle, guardaron silencio. El capitán habló:
-¡Caballeros! Llevamos dos semanas aguantando el asedio de esos sarracenos. Planean lanzar un último ataque para asestar el golpe de gracia. ¡Pero no lo conseguirán tan fácilmente! Vamos a salir a campo abierto y les atacaremos con todo lo que tenemos. Os estoy hablando de lanzarnos a una muerte segura. Por eso no obligaré a nadie a seguirme. Quien quiera marcharse, que abandone ahora mismo la plaza.
Ninguno de los hombres se movió de su sitio. El capitán esbozó una media sonrisa. Sus hombres le eran leales hasta el final.
-Coged vuestros caballos. ¡Saldremos enseguida!
En cuando lo dijo, los escuderos fueron rápidamente a por los caballos de sus amos. Cuando todos se hallaron encima de su montura, se abrieron las puertas de la fortaleza sagrada y salieron al exterior. El capitán desenvainó su espada, y los demás lo imitaron. Espoleó a su caballo y se lanzó a galope hacia el campamento sarraceno. Los demás lo siguieron, entonando el grito de guerra templario:
-¡Por la gloria de Dios!!Beauseant!
Aquellas serían las últimas palabras que oirían muchos de los sarracenos. La batalla acababa de empezar.


Él. Qué sueño.

Corría atravesando el bosque. Las ramas se le enredaban en el pelo y sus pies descalzos tropezaban constantemente con las raíces de los árboles. La fina lluvia empapaba su oscuro cabello, resbalando en forma de gotas sobre su delicado rostro, pero a ella no le importaba. Solo había una cosa que le importaba realmente. Él. La estaba esperando. Cada segundo que pasara dentro de ese bosque era un segundo menos que estaría entre sus brazos. Por eso siguió corriendo, hasta que salió de aquel bosque.

 Ante ella se encontraba el paisaje más bonito que había visto en su vida. Se paró unos instantes a contemplarlo. El agua cristalina del mar rompía furiosamente contra las rocas. Y allí estaba él, sobre la roca más alta. Su silueta se recortaba sobre la luz rojiza del atardecer. Entrecerró los ojos para verlo mejor a través de la cortina de lluvia. Salió corriendo hacia las rocas y se abalanzó sobre él, estrechándolo entre sus brazos. Las labios de él buscaron los suyos. La besó con dulzura, con delicadeza, como si temiera que se fuera a romper. Ella le devolvió el beso. Entonces él se separó de ella y le dijo: “Ahora me doy cuenta de lo mucho que te he echado de menos”.

 La volvió a besar, esta vez con avidez. Ella le respondió con la misma pasión, con el mismo sentimiento ardiente. El sol desapareció en el horizonte y la lluvia los empapaba, pero a ellos no parecía importarle. Se tenían el uno al otro.

 Aquella noche no la olvidarían jamás.

Nueva raza

Primero le arrancaron las alas. Despues lo desterraron del Cielo al mundo mortal. El ángel conservó su belleza celestial, pero las cicatrices estaban ahi, más dolorosas las del alma que las exteriores. Se enamoro de una mortal, y fruto de su amor nacio un niño. La belleza de su rostro era equiparable a la de su padre. Su mirada era totalmente inhumana, tenia un ojo azul y otro gris. También poseía cicatrices en la espalda, como su padre. Lo más increíble era su visión especial. Podía ver a los ángeles y demonios que transitaban el mundo terrenal.


Había nacido el primer nefilim.

Muerte por amor

La luz de la luna iluminaba un claro en un bosque oscuro. En él se podía observar la figura de una mujer tendida en la hierba, rodeada por un charco de sangre que manaba de su pecho, atravesado por el tallo espinoso de una rosa. Las lágrimas se habían quedado congeladas en el rostro de la mujer, pálido como la luna. Lloraba por su amor, un poeta de versos oscuros. Él prefirió a la luna antes que a ella. Ella prefirió morir antes que vivir sin su poeta.