Iria soñaba con una dulce melodía
cuando los primeros rayos de sol atravesaron sus párpados, interrumpiendo el
ligero sueño en el que se había visto envuelta tras el cansancio de la noche
anterior. Desorientada, se incorporó y esperó a que sus ojos se acostumbraran a
la claridad. Había algo que no cuadraba, esa habitación no era la suya. “¿Acaso
sigo soñando?” se preguntó. Las paredes se hallaban cubiertas por un papel de
tonos morado y rosa pastel y el edredón iba a juego, decorado con un estampado
de ositos y otros animales. Era, a todas luces, la habitación de una niña
pequeña.
La muchacha salió de la cama y
comprobó, para su sorpresa, que no llevaba puesto su viejo y anodino pijama
gris, sino que este había sido sustituido por un fino camisón color medianoche
con estrellas plateadas bordadas, imitando el firmamento nocturno.
“Si esto es un sueño, no parece
nada malo”.
Una cantarina risa llegó hasta
sus oídos, seguida por un pequeño resplandor que se materializó en la
habitación, aumentando de intensidad hasta revelar la silueta de una niña, tan
sólo definida por un contorno de brillantes partículas que tintineaban al
chocar unas con otras. Parecía el sonido de mil campanitas de cristal.
“¿Quién eres tú?”, la voz, cálida
e inocente, fue proyectada directamente hacia la mente de Iria que, al ver que
aquella especie de espíritu no portaba malas intenciones, respondió con
amabilidad. La sonrisa de la niña se ensanchó, provocando un hermoso sonido. “Yo
me llamo Annie, bienvenida a la Casa de la Música”.
-¿Qué es exactamente este lugar? –preguntó
Iria.
“Tan sólo sígueme”.
La silueta de Annie se difuminó,
convirtiéndose en una masa indefinida de polvo brillante que comenzó a
desplazarse hacia el exterior de la habitación. Multitud de preguntas bullían
en la cabeza de Iria, pero decidió guardarlas para más adelante y seguir a
aquella niña fantasma que brillaba con la luz de las estrellas.
Salieron a un pasillo de paredes
color melocotón. El suelo era de madera oscura e Iria iba descalza, pero la
melodía de Annie rompía el silencio del lugar. Descendieron por unas escaleras
de caracol que desembocaban en una pequeña salita con una chimenea cuyo fuego
era la única luz presente. El único mobiliario de la estancia eran dos sillones
rojos sobre los que descansaban, desordenados, montones de partituras. En la penumbra
de una esquina, un hombre anciano tocaba el violín pero, misteriosamente,
ninguna nota llegaba a sus oídos. El hombre tenía los ojos cerrados y parecía
escuchar lo que tocaba, pues su cuerpo se balanceaba al ritmo de la música que
para Iria resultaba imposible de oír. La silueta de Annie, que había vuelto a
materializarse, se detuvo a pocos pasos del hombre e indicó con un gesto a Iria
que se acercara y guardara silencio. “Cierra los ojos y alza las manos”,
susurró en su mente e Iria la obedeció. Gradualmente, y como si de una caricia
se tratara, pequeñas figuras comenzaron a danzar entre sus manos, haciéndole
cosquillas. De alguna manera, al entrar en contacto con ellas, Iria pudo “escuchar”
la melodía del violín, aunque en realidad no oía nada, tan sólo lo sentía en su
piel.
“Escuchar tan sólo es un
comienzo. Este es el tacto de la música”, afirmó Annie.
Cuando la melodía terminó e Iria
abrió los ojos, descubrió que los tenía llenos de lágrimas. Tal era el
sentimiento que aquel tacto había despertado en ella. El hombrecillo, ajeno a
la presencia de público, comenzó a tocar una nueva canción, pero Annie no tenía
intención de quedarse más tiempo allí. Su resplandor guió a Iria hacia otra
habitación de paredes moradas, vacía a excepción de un enorme arpa dorado
colocado en el centro. Una melodía delicada y parsimoniosa era emitida por el
instrumento, cuyas cuerdas se pulsaban solas. Después de lo experimentado en la
habitación del violinista, Iria no se sorprendió demasiado. Annie sobrevoló la
estancia provocando un sonido de campanillas que armonizaba perfectamente con
la canción del arpa. “Ahora, inspira profundamente”. E Iria dejó que el aire
entrara en sus pulmones. Al instante, un olor a tierra mojada invadió sus fosas
nasales, mezclado con el aroma del chocolate caliente recién hecho.
-El olor de la música… -susurró
Iria.
Pero su placer no duró mucho. De
repente, un estruendo de cristales rotos interrumpió toda la magia. Las
partículas que formaban el cuerpo de Annie cayeron al suelo, desparramándose en
todas direcciones. El suelo comenzó a temblar y enormes grietas se abrieron en
las paredes. Iria, paralizada por el pánico, sintió que algo tiraba muy
fuertemente de ella. Todo se volvió negro.
Se despertó en su habitación con
el estridente sonido del despertador. “Un hermoso sueño, lástima que se acabara
tan pronto”.
No fue pequeña su sorpresa
cuando, al mirarse en el espejo, descubrió que llevaba puesto un hermoso
camisón de tela fina color medianoche, con estrellas plateadas bordadas,
imitando el firmamento nocturno.
Jo, qué bonito, Al, en serio, me ha encantado el relato que has hecho con las palabras que te di. El tacto de la música me ha parecido maravilloso y original, me ha recordado al cosquilleo que me recorre cuando toco la armónica. Y lo del olor... Cuando toco la ocarina me imagino en un claro , con una tela de araña con gotas brillantes... Olor a tierra mojada...
ResponderEliminarMe imagino que haya sido casualidad que hayan coincidido sensaciones mías con el relato, pero, leches, mola muchísimo.
Felicidades por el relato y espero que continúes escribiendo, lo haces muy bien, ¡te sigo diciendo que tienes talento, Pokémon!
¡Un abrazo y muchas gracias por el relato!
muy muy muy bueno!. Por favor no dejes de escribir. No eres consciente del talento que posees. Felicitaciones.
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